29 Ago El Gran Maestro
Hace tiempo tenía una amiga que en numerosas ocasiones solía decir: “no tengo por qué quejarme”. Al parecer tenía toda la razón. No tenía motivos para quejarse, su vida estaba bien estructurada, estaba rodeada por una familia que la quería y por amigos que la apreciaban. Tenía éxito profesional, una casa bonita y un ambiente que la valoraba. Además, era de esas personas de las que nunca se borraba una sonrisa de la cara, ni su mente dejaba de pensar en alguien a quien ayudar. Todo iba muy bien o, por lo menos, eso parecía. Sin embargo, cuando yo oía esta expresión: “no tengo por qué quejarme”, siempre me dejaba expectante. Como si detrás del “no tengo por qué quejarme”, fuera a seguir algún “pero… “. No obstante, detrás no venía nada. Punto. O al menos el punto aparecía en nuestras conversaciones. Esto ocurrió hace años, éramos jóvenes y yo no tenía ni la experiencia de hoy, ni los conocimientos que tengo ahora. Solo que me quedaba con una vaga impresión de que algo estaba en el aire y nunca salía a la luz del día.
En algún momento, mi amiga empezó a padecer unos dolores raros, cuya causa los médicos no lograban encontrar. Después le diagnosticaron fibromialgia. El dolor parecía estar justificado. Luego, pasado algún tiempo, se sintió bastante mal, fue al médico y le diagnosticaron una enfermedad terminal. Mi amiga se fue de esta tierra. Todo eso en el transcurso de unos meses. Y para mí fue como si hubiera muerto también una parte de mi ser. El “¿por qué?” rondó mi mente semanas y meses. Pero si estaba bien, era joven y feliz… y siempre pensaba en positivo.
Ni yo me atrevía a preguntarle, ni ella se sinceró conmigo para saber qué le ocurría de verdad, pero teniendo la experiencia que ahora tengo creo que puedo comprender mejor lo que le sucedió. Era una mujer positiva, muy positiva, y quería ver el lado bueno de las cosas. Ese es un modo de vivir muy bonito y facilita todo. Hasta cierto punto. Y ese punto es que seamos muy honestos y sinceros con nosotros mismos.
Querida Amiga y muy Estimado Amigo, no basta decirse a uno mismo que no tienes motivos para quejarte. Este es un juicio razonable, un juicio mental. Puede ser que, pensando desde un punto de vista racional, reconozcas que no tienes motivos para quejarte y que todos tus problemas, sufrimientos o adversidades los puedes superar, o que “son normales”. De acuerdo, puede ser que realmente lo que vives ahora no sea nada grave, pero si al mismo tiempo tienes fuertes dolores de la cabeza, cada dos por tres enfermas, tienes lesiones por cualquier motivo, tu aparato digestivo sufre o un largo etcétera, quiere decir que hay otro fondo en tu vida. Y que, por alguna razón, ese otro fondo se queja y padece. Y que hay que atenderlo, hay que escucharlo y permitirle manifestarse.
No somos únicamente una cabeza que decide si hay motivo o no para quejarse, somos también emociones, que nos mueven desde dentro; somos ese ser profundo, que siempre va a procurar elevar tu vida a una altura y, finalmente, también somos cuerpo.
Sobre este último quiero hablarte hoy. El cuerpo es el gran maestro que te va a indicar de una manera inequívoca el verdadero estado de tu ánimo y de tu vida en general. Ya que es el cuerpo quien reúne en sí toda la información que te transmiten tus emociones actuales, pero también las de hace años, de cuando eras un bebe, niño, joven. Emociones olvidadas, congeladas y desatendidas. Las emociones no tienen otra lengua. Tu mente tiene su idioma en forma de tus pensamientos. Y, como sabemos, está usando y abusando de sus facultades. Habla sin parar, muchas veces no te deja oír otras voces.
Sin embargo, las emociones no disponen de tal aparato. Pueden levantar en nosotros unas enormes olas de energía en forma de rabia, miedo, asco, alegría, tristeza y muchas otras – y por supuesto que lo hacen-, pero nosotros podemos silenciar este lenguaje. Podemos ahogar y reprimir lo que sentimos y decirnos que “no pasa nada”. Lo lamentable es que lo hacemos desde pequeños y esas pobres emociones desatendidas, oprimidas y silenciadas son enviadas a un lugar que no tiene posibilidad de liberarse de ellas: a tu propio cuerpo. Eso ocurre a lo largo de la vida y lo hacemos todos. Y todo va muy bien, hasta cierto momento, hasta que el cuerpo también se harta y un día te dice: “basta, hasta aquí hemos llegado, ya no puedo más”. Sientes el dolor, viene una enfermedad, cansancio, te faltan las fuerzas y sientes que algo malo pasa con tu cuerpo.
Ha venido un gran maestro y ese maestro quiere enseñarte algo. Llega la hora de hacerle caso porque él te enseña dónde alguna emoción se perpetuó de tal manera que ahora llama tu atención porque ahora, tal vez después de años, necesita ser observada y atendida, necesita ser acogida y liberada.
Cuantas veces hacemos caso omiso y nos volvemos sordos ante lo que el cuerpo nos dice. Lo hago yo, lo reconozco. Lo haces también tú, Querida Lectora y Estimado Lector.
Permítete reconocerlo también. Busca un momento de silencio, paz y tranquilidad. Respira, relájate.
Visualiza tu cuerpo como si fuera un ser querido. Conversa con él serenamente. Pregúntale: ¿Cómo está? ¿Qué necesita? ¿Qué puedes hacer por él?
Tal vez es el momento de darle gracias por su continuo servicio. De hecho ¿te acuerdas cuando fue la última vez que agradeciste a tu corazón, o a tus pulmones, ojos, manos por todo lo que hacen cada día?
Si se lo permites, tu cuerpo te va a hablar, de ti depende querer oírlo.
¿Qué harás? ¿Cómo lo harás? ¿Cuándo?
En el siguiente texto te contaré cómo podrás liberar tus emociones congeladas.
Te deseo un bello final de verano.
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